
Nombrar el transfeminicidio es reconocer que las personas trans existimos y resistimos
“Ser mujer trans no es, por sí solo, una postura política. Pero ocupar lo público desde una disidencia de género inevitablemente te confronta con un sistema que te niega. A veces te invita, pero solo para instrumentalizar tu cuerpo, tu historia o tu voz.”
Filósofa, activista transfeminista, y asesora en la creación de protocolos sobre transfeminicidio, Layla Vázquez Flandes ha sido testigo y protagonista de los intentos —algunos genuinos, otros meramente performativos— por incluir a las mujeres trans en espacios institucionales.
Desde su paso por la Coordinación de Género y Atención a Víctimas de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México hasta su decisión de volver al pensamiento filosófico como refugio y trinchera, Layla ha construido una trayectoria que interpela los límites de la inclusión cuando no hay transformación real. Para ella, el orgullo es político cuando trasciende la identidad como bandera y se convierte en articulación con otras luchas.
No toda visibilidad es poder
Layla inició su transición como mujer trans en 2016, en medio de un entorno ya politizado, colaborando y acompañando a víctimas desde el Centro de Derechos Humanos Fray Franscisco de Vitoria; se formaba en derechos humanos y filosofía cuando ocurrieron los asesinatos de Paola Buenrostro y Alessa Flores, dos mujeres trans cuyos casos marcaron un antes y un después en la denuncia del transfeminicidio en México. Esa coincidencia entre lo personal y lo estructural definió el rumbo de su activismo. Sin embargo, insiste en no idealizar:
“No todas las compañeras trans politizan su identidad. Y está bien. Muchas están sobreviviendo, no militando”.
A pesar de haberse formado en colectivos y redes críticas, Layla desconfía de una narrativa que asume que toda persona trans ya representa una ruptura o un avance político.
“Hay instituciones que creen que con ponerte ahí ya son incluyentes. Pero una sola no transforma nada si no hay red, si no hay un entorno que sostenga”, señala.
Esta crítica a la tokenización es una constante en su pensamiento: una institución que se enorgullece de incluir, pero no transforma sus estructuras, puede terminar instrumentalizando esa inclusión.
“Es ingenuo pensar que nombrarnos equivale a garantizarnos derechos”, advierte.
De la norma al protocolo: la batalla por el transfeminicidio
Durante su paso por la Coordinación de Género y Atención a Víctimas de la Fiscalía de la CDMX, Layla participó en la elaboración del protocolo para investigar crímenes contra mujeres trans. Años después, en 2024, se logró la tipificación del transfeminicidio en el Código Penal de la CDMX. Pero para ella, el avance jurídico es solo un primer paso.
“Un tipo penal no transforma nada si no se traduce en capacitación, protocolos, sensibilidad y comprensión de las violencias específicas que vivimos”, explica.
La discusión fue profunda. ¿Era mejor incluir el transfeminicidio como una agravante del feminicidio o como un tipo penal autónomo? Layla sostiene que no era solo un debate legal, sino simbólico.
“La forma en que se nombra la violencia genera sentidos. Puede separarnos o incluirnos, se trataba del reconocimiento pleno de la identidad de las mujeres trans como mujeres dentro del tipo penal”.
Finalmente, el tipo penal quedó como una figura autónoma. Para Layla, su valor está en que visibiliza una violencia específica, aunque sigue cuestionando que, sin formación institucional de fondo, estos avances se queden en papel.
“El problema no es solo legal. Es social. Mientras un MP no sepa cómo hablarle a una víctima trans, seguiremos siendo violentadas en cada etapa del proceso”.
Las instituciones no nos salvan
Layla trabajó al interior de la Fiscalía, pero su salida fue también una postura política.
“Llegó un punto en que sentí que mi presencia ahí servía más para legitimar a la institución que para transformarla”, dice. En lugar de avanzar, se encontró con obstáculos cotidianos: discriminación, incomprensión, revictimización.
“Tuvimos que discutir cosas tan básicas como poder usar el baño. Y aún así, se sentían amenazados”, recuerda.
Ahora, desde fuera, cuestiona la idea de inclusión cuando no hay dignidad.
“Hay ferias de empleo trans, sí. Pero luego las empresas que van no reconocen tu identidad, te exigen que te vistas conforme a su idea de género o te discriminan en lo cotidiano. ¿Eso es inclusión?”, pregunta.
Lo llama pinkwashing, una apropiación del lenguaje de los derechos para fines de legitimación o marketing sin voluntad de transformación estructural.
Esta misma crítica la extiende al feminismo institucional:
“A veces se nos invita, se nos nombra, pero cuando pedimos lo más mínimo, como garantizar el uso del nombre social o formación a jueces, nos dicen que no hay presupuesto o que no es prioridad”.
El orgullo que incomoda
Para Layla, el orgullo no es una bandera ni un desfile. Es una postura crítica y una invitación a articularse con otras resistencias.
"El orgullo es político cuando se conecta con el antirracismo, con la lucha por la tierra, con el anticapitalismo. No se trata de que nos vean más, se trata de vivir mejor”, sentencia.
Rechaza la narrativa que reduce a las personas trans al sufrimiento.
“No somos solo víctimas. Tenemos otras habilidades, otras formas de vivir. No venimos a dar testimonio de dolor, venimos a exigir condiciones dignas”. En sus clases de filosofía, desde donde hoy trabaja, intenta abrir espacio para pensar más allá de la urgencia.
"La izquierda a veces actúa mucho y piensa poco. Hay que entender hacia dónde vamos, qué horizonte estamos construyendo”.
¿Y después del orgullo?
Layla no quiere cargos públicos. No se proyecta en campañas, legislaturas o puestos administrativos. Le interesa más la transformación cultural, pedagógica, filosófica.
“No estoy aquí para actuar sin horizonte. Estoy para pensar, para invitar a pensar. A veces, desde ahí se mueve más que desde una oficina”.
Insiste en que el cambio no vendrá solo de la ley. Vendrá de cómo se enseña, de cómo se forma a jueces, policías, peritos. De cómo la sociedad deja de ver a las personas trans como excepcionales y empieza a garantizarnos lo más básico.
“No basta con reconocernos. Hay que protegernos. Y para eso se necesita voluntad, recursos, redes. Y tiempo”. dónde vamos, qué horizonte estamos construyendo”.
En un país donde la expectativa de vida para una mujer trans sigue rondando los 35 años, hablar de orgullo no puede ser solo celebración. Tiene que ser memoria, rabia, demanda. Tiene que ser justicia.