Maternidad migrante bajo asedio: el nuevo rostro del control fronterizo

Las madres migrantes son criminalizadas, sus derechos reproductivos vulnerados y sus hijos amenazados con la negación de la ciudadanía o la deportación.

Mafer Alarcón 09-05-2025 / 13:45:34

En pleno siglo XXI, parir siendo migrante es un acto de riesgo político. A lo largo del continente americano, desde los hospitales de Santo Domingo hasta los centros de detención de ICE en Arizona, el embarazo y la maternidad se han convertido en nuevos campos de batalla del control migratorio. Las políticas punitivas, el racismo institucional y las restricciones legales están utilizando el cuerpo de las madres —y el estatus legal de sus hijos por nacer— como instrumentos para frenar, castigar o condicionar la movilidad humana.


Ciudadanía: pertenencia y exclusión


En el centro de estas disputas se encuentra un concepto jurídico que, aunque suele darse por sentado, es profundamente político: la ciudadanía. En Estados Unidos, la 14ª Enmienda establece desde 1868 que toda persona nacida en el país —sin importar el estatus migratorio de sus padres— es ciudadana estadounidense. Este principio, conocido como ius soli, contrasta con el ius sanguinis aplicado por otros países. La ciudadanía no solo implica documentos, sino acceso a derechos, servicios y reconocimiento. Por eso, definir quién la merece es también definir quién pertenece.


Las políticas migratorias contemporáneas han comenzado a operar sobre los cuerpos de las mujeres como si fueran extensiones de la frontera. El embarazo se vuelve un marcador de ilegalidad; el parto, una circunstancia bajo sospecha. Y los hijos, incluso antes de nacer, quedan atrapados en sistemas que les niegan protección básica.


Dar a luz como delito

En abril de 2025, Isabella y Johanna, madre e hija haitianas, fueron detenidas a la salida de una cita médica en la Maternidad Nuestra Señora de La Altagracia, en Santo Domingo. Johanna, de 15 años, estaba embarazada. Ambas fueron subidas a un autobús de deportación. En esa misma semana, el gobierno dominicano reportó la deportación de 42 mujeres embarazadas y 39 recién paridas, en aplicación de un nuevo protocolo migratorio impulsado por el presidente Luis Abinader.


Aunque las leyes locales prohíben expresamente la detención de embarazadas, el acceso a servicios de salud materna se ha convertido en un espacio de captura. El control migratorio no se limita a las fronteras físicas: ahora opera en clínicas, hospitales y cunas.


En Estados Unidos, una mujer guatemalteca fue detenida en el desierto de Arizona con ocho meses de embarazo. Dio a luz bajo custodia federal. Aunque su hijo es ciudadano estadounidense, ambos quedaron detenidos por ICE. A pesar de las garantías legales, el caso refleja cómo el momento del parto ha sido absorbido por la lógica de vigilancia migratoria.


La paradoja es evidente: mientras los discursos políticos acusan a las mujeres migrantes de "usar el embarazo" como estrategia para obtener beneficios, los Estados las castigan por ejercer su derecho a parir sin morir. La maternidad, en lugar de protegerse, se penaliza.


El miedo a perder a un hijo


En Atlanta, María, migrante venezolana con siete meses de embarazo, decidió regresar voluntariamente a su país. Lo hizo por miedo a que ICE le quitara a su hijo si era deportada. En sus palabras: “Tengo miedo de dar a luz y que me lo puedan quitar”. Sin ingresos, sin apoyo familiar y en un clima de hostilidad institucional, optó por el riesgo del retorno antes que por la separación.


Este tipo de decisiones no queda registrado en las estadísticas, pero es frecuente. Las mujeres embarazadas en situación irregular viven bajo amenaza constante: ser arrestadas, parir detenidas o perder la custodia por no contar con redes o recursos. La maternidad en contextos migratorios no es solo una cuestión biológica, sino también jurídica y emocional.


El precedente más brutal sigue siendo la política de “tolerancia cero” del presidente Donald Trump, que en 2018 provocó la separación de más de 5,000 familias. Aunque suspendida oficialmente, su lógica perdura en la discrecionalidad de las agencias migratorias.


Hijos nacidos sin patria


El 20 de enero de 2025, el presidente Trump firmó una orden ejecutiva que busca restringir la ciudadanía por nacimiento. Bajo esta medida, hijos de madres migrantes sin estatus permanente —incluyendo solicitantes de asilo o personas con visas temporales— ya no serían reconocidos como ciudadanos estadounidenses al nacer, salvo que el padre tenga residencia legal o ciudadanía.


Esta reinterpretación de la 14ª Enmienda fue impugnada judicialmente de inmediato. Organizaciones como ACLU y ASAP presentaron demandas en nombre de mujeres embarazadas con procesos migratorios pendientes. El temor central: que estos niños queden apátridas.


La abogada Leidy Pérez, de ASAP, plantea las preguntas clave: ¿cómo se acredita la nacionalidad si no hay ciudadanía estadounidense ni consulado del país de origen? ¿Qué estatus tiene un bebé que no puede ser registrado ni salir del país sin documentos? El riesgo no es solo simbólico: es legal y concreto.


Sin ciudadanía, un niño no puede acceder a matrícula local, programas públicos ni ejercer plenamente derechos básicos. Se convierte en una figura invisible dentro del mismo territorio en el que nació.


La administración Trump defiende la medida como una forma de combatir el "turismo de natalidad". Pero el trasfondo es una redefinición del concepto de pertenencia nacional: ya no basta con nacer en el país, hay que demostrar legitimidad política y migratoria.


La maternidad como frontera política


Mientras organizaciones como CASA, ASAP, la Red Jesuita con Migrantes y ACLU activan defensas legales, la diplomacia de los países de origen es casi inexistente. La razón no es necesariamente indiferencia. Venezuela y Haití, por ejemplo, enfrentan crisis políticas y humanitarias que limitan su capacidad consular. Pero esa ausencia de protección consular deja a las madres atrapadas entre dos sistemas: el país que las expulsa y el país que no puede defenderlas.


En República Dominicana, la falta de presión regional ha normalizado la deportación de mujeres recién paridas. En Estados Unidos, la ausencia de una posición articulada desde América Latina ha dejado que las cortes, y no las cancillerías, encabecen la defensa de derechos fundamentales.


Lo que está en juego no es solo el acceso a servicios o el estatus legal. Es la definición misma de quién merece existir legalmente, y bajo qué condiciones se transmite la ciudadanía. El embarazo migrante se ha convertido en un terreno donde se cruzan el derecho, la vigilancia y el miedo.


Proteger la maternidad migrante no es un acto humanitario: es un imperativo político y democrático. Implica garantizar que ninguna mujer sea penalizada por parir, que ningún bebé nazca condenado a la invisibilidad legal, y que la maternidad no sea utilizada como criterio de exclusión por los sistemas migratorios.



Mafer Alarcón