
La gran deuda del Poder Judicial con las mujeres
Este 1 de junio, México vivirá por primera vez una elección sin precedentes: la ciudadanía elegirá directamente a quienes integrarán el Poder Judicial, es decir a ministras y ministros, magistrados, juezas y jueces.
La narrativa oficial habla de transformación democrática, de acercar la justicia al pueblo, de dar voz a la ciudadanía.
Pero ¿qué voz tiene una mujer que ha pasado los últimos diez, quince años buscando a su hija entre canales de riego y fosas clandestinas? ¿Qué transformación vive una sobreviviente de violencia sexual o feminicidio que cuando lleva esperando cinco, ocho, diez años por justicia? Para miles de mujeres en este país, la justicia es una herida abierta, una deuda acumulada.
Una deuda que no se salda con reformas, con cuotas de género ni con discursos de paridad. Es una deuda viva, que duele, que arde, que sangra. Una deuda que se mide en cuerpos no encontrados, en vidas interrumpidas, en madres que abandonan el duelo para convertirse en investigadoras, en defensoras. En México, la violencia contra las mujeres ha sido documentada, denunciada y visibilizada por años, pero no ha sido atendida con justicia real.
La cifra de feminicidios ronda los 10 casos diarios, y más del 95% de los delitos sexuales quedan impunes. Más de 1.9 millones de carpetas de investigación están abiertas sin resolución, mientras que los ministerios públicos, saturados y negligentes, siguen revictimizando a quienes denuncian. Las sobrevivientes enfrentan no solo a los agresores, sino también al sistema que las juzga, que duda de ellas, que las ignora o simplemente las abandona. Esas cifras no son solo estadísticas. Son historias de vida concretas. Son mujeres que viajan horas en transporte público para cumplir con esperanza una cita ante un Ministerio Público, mujeres que pierden días de trabajo o estudio por asistir peritajes revictimizantes, diligencias en la Fiscalía y audiencias. Madres que prácticamente viven en las Fiscalías con tal de que no archiven el caso de su hija.
Mujeres que, a raíz de ser víctimas de un delito de género se convierten en abogadas “honoris causa” que se ven en la necesidad de tomar las riendas de las investigaciones, de aprenderse los Códigos de Leyes y Procedimientos Penales, pues quienes deben procurarles justica no lo hacen, y si al final, el desgaste es demasiado y si abandonan el proceso, son culpadas también por no “darle seguimiento”. Y mientras tanto, las colectivas, las buscadoras, las familias organizadas, son quienes hacen el trabajo que debería hacer el Estado.
Ellas son quienes redactan protocolos, presionan por mesas de trabajo, acompañan a víctimas, dan talleres a funcionarias y funcionarios públicos, generan mapas de desaparición, monitorean carpetas, buscan con varillas, con drones, con perros, con las uñas. Y mientras ellas hacen el trabajo sin sueldo, sin vacaciones, sin seguridad, las autoridades posan para la foto, repiten eslóganes y colocan placas conmemorativas, para ellas lo que está en la mesa no es un cargo, prestigio, dinero o poder, es su vida, la vida de sus hijas e hijos, la vida de sus familiares.
No es justo. No es ético. No es democrático. No se puede hablar de justicia cuando son las víctimas quienes hacen el trabajo de las instituciones. El Poder Judicial ha usado el dolor de las mujeres como herramienta política.
Se llenan de leyes con nombres de mujeres —Ley Ingrid, Ley Olimpia, Ley Mariana Lima— como si eso bastara para encubrir la ineptitud del sistema. Cada ley con nombre propio es una prueba más que el Estado no actuó a tiempo.
Y en medio de todo esto, hay algo que debe afirmarse con absoluta claridad: La justicia no debe ser un privilegio para unas cuantas, sino un derecho real, accesible, efectivo para todas, para realmente gozar de una vida libre de violencia, como dice la Ley.
La justicia no puede seguir siendo un lujo que sólo alcanza quien tiene tiempo, recursos, redes o visibilidad, o peor aún quien abandona su vida para convertirse en defensora de Derechos Humanos sin sueldo y cargando un inmenso dolor, sacrificando lo irreparable.
Debe ser un bien común, garantizado por el Estado sin distinción de clase, origen, identidad o circunstancia.
Hoy tenemos, por primera vez, una Presidenta mujer, una Jefa de Gobierno mujer, una Fiscal mujer. Y sí, es un gran avance para las mujeres, pero no podemos ignorar que en 7 de cada 10 hogares las mujeres sean el sostén económico y de cuidados, y que no puedan dejar de trabajar ni un día para asistir a una Fiscalía sin que eso signifique quedarse sin comida, sin pasajes o sin escuela para sus hijos. Importa que las mujeres indígenas, trans, racializadas, migrantes, presas injustamente, con discapacidad, siguen enfrentando un muro institucional aún más alto.
No llegaron las sobrevivientes de violencia sexual que siguen esperando justicia. No llegaron las niñas que han sido violentadas y que no tienen acceso a acompañamiento integral. No llegaron las madres de víctimas de feminicidio que se enfrentan solas a ministerios públicos ausentes. No llegaron las mujeres pobres, las que no tienen redes de apoyo, ni acceso a abogados, ni tiempo para esperar justicia, no llegaron las víctimas, no, no llegamos todas. Ese lema no representa a quienes siguen esperando en las afueras de las Fiscalías, a quienes redactan oficios mientras lloran a sus hijas, a quienes arriesgan la vida por buscar a sus desaparecidos.
Para ellas, no hubo llegada, solo espera. No hubo poder, solo resistencia. No hubo justicia, solo deuda. La justicia debe llegar. No con más leyes, no con más placas, no con nombres de calles, no con discursos. Debe llegar con acciones concretas, con recursos, con voluntad política, con empatía y con resultados. Porque la justicia no es un privilegio que se otorga desde el poder: es un derecho que todas las mujeres debemos tener garantizado, sin excepción. Porque ya no basta con que lleguen mujeres a puestos de poder. Hasta que no llegue la justicia a todas las mujeres, a las que un feminicida nos arrebató, no habremos llegado todas.